Un día, Silvia se dio cuenta que estaba cansada de vivir con un marido tan aburrido. Desde que se levantaba hasta que se acostaba no hablaba de otra cosa que no fuera las civilizaciones preincaicas, cosa que lo fascinaba.
Ella volvía de sus clases de gimnasia, o de sus maratones, cansada, transpirada y él la apabullaba con historias de excavaciones apasionantes y detalles sobre la adoración a la pachamama, que para ella eran jeroglíficos egipcios y que nada tenían que ver con carreras cronometradas o records superables.
Cómo se habían enamorado, ya no lo recordaba y menos, cómo habían durado tanto tiempo casados.
Por eso, cuando Silvia conoció a Pedro el albañil, todo músculo y todo movimiento, quedó impactada. Disfrutaba del buen humor de Pedro, simple y llano, que solo buscaba pasarla bien con esa mujer insatisfecha y bien formada. Además sabía que ella no pretendía más que eso.
Pedro, a su vez, tenía una esposa trabajadora y sumisa. Marcelina era su nombre y estaba criada a la antigua, cocinaba comidas caseras y autóctonas , pues portaba una tradición muy arraigada, y sus orígenes se remontaban a los pueblos originarios de los cuales se sentía orgullosa. Su problema eran los celos.
Ésto provocaba en Pedro el efecto de un afrodisíaco, pero con Silvia. Le incrementaba el entusiasmo y la precaución en cada salida, para lo cual se preparaba durante varios días, cuidando hasta el menor detalle.
Cuando salían juntos, se encontraban siempre en el mismo lugar, para evitar sorpresas; un albergue algo alejado, regenteado por Juan Carlos, un tipo simpático, muy discreto, de ojitos chiquitos y de mirada aguda, que al verlos ya les abría la puerta para que no se demoraran afuera. Así los protegía de las miradas indiscretas.
Después de varios meses, ya los tres se habían hecho amigos, y cuando Silvia llegaba temprano se quedaba esperando en compañía de Juan Carlos. Cuando llegaba Pedro los encontraba charlando amigablemente.
En oriente, el número tres es sinónimo de buena suerte. Por lo tanto los orientales tratan por todos los medios de poner en el plato tres bocaditos, de agrupar a las personas de a tres o de obsequiar tres objetos juntos, aún de diferentes tamaños.
Pero aquí, en occidente, entre nosotros, tres significa otra cosa. Es indudablemente un terceto, un triángulo o en este caso un problema.
Por eso esta amistad triangular no podía durar.
Las llegadas tarde de Pedro, que al principio molestaban a Silvia, terminaron siendo una buena coartada para Juan Carlos, que a pesar de sus ojo chiquititos veía bien grandes las curvas de Silvia.
Ella , a su vez agradecÍa la compañía de Juan Carlos durante la espera, y se dio cuenta que sin tener tanto músculo, Juan Carlos era un tipo más que agradable.
Además, a éste ni le interesaban las tumbas de los preincaicos , ni los secretos de una buena construcción, y hacia allí apuntó Silvia.
Por el otro lado, el marido antropólogo de ésta, sospechando que su mujer no solo llegaba cansada por correr maratones, decidió seguirla y descubrió que una tarde salía junto a un hombre, del albergue de Juan Carlos. Allí se separaban y el antropólogo siguiendo tal vez su intuición en vez de encarar a su mujer, decidió seguir a Pedro hasta su casa para pedirle explicaciones. Al tocar el timbre, se asomó Marcelina, que al ver a ese hombre tan extraño de pantalón corto y chaleco de cuero, quedó profundamente impactada. Éste , a su vez al observar los rasgos aindiados de la mujer , emocionado creyó haber descubierto ese eslabón perdido que tanto había buscado, olvidándose por completo a qué había venido.
El final es casi previsible: Silvia se quedó con Juan Carlos y su marido aún sigue hoy embelesando a Marcelina con sus anécdotas, generalmente inventadas sobre viajes fabulosos a civilizaciones remotas. Y por fin Pedro, y bueno, extrañará por un tiempo la comida casera.
Silvina