martes, 13 de abril de 2010

Pascua pulmonar de rosas por Cynthia Grinfeld

La primavera del 2006, lejos de traer sus perfumes y sus glorias, me arrebataba el aliento.
No tenía para comer, ni a donde ir y sentía la desolación universal; se me marchitaba la mirada. A mí que había sido el inventor de los sueños ajenos; esto me pasaba a mí, que teniendo siempre el abanico de palabras a mano lograba refrescarme sin titubear.

Sin embargo, después de aquel día en el bar, me sentí sofocado y ausente por mucho tiempo.
Iba cayendo por un precipicio que me parecía infinito y poco vertiginoso. Me desesperé, porque ella no iba a llegar nunca al encuentro. En el bar, se escuchaba una sonatina de cucharas, tazas, café con televisión y fútbol. Recuerdo que la música de fondo era la transmisión de un partido intrascendente. Jugaban Sport-Vélez de Brasil, contra los Ungidos de Belgrano.
La atmósfera era gris, a pesar del campo verde, más verde aún porque el partido se jugaba bajo una lluvia intensa. Yo estaba enfundado en mi piloto color arena, ni siquiera me lo había quitado. Pensaba en ideas para nuevos libros. De pronto, percibí un flash de noticias no sabiendo si el partido había acabado, o si estábamos en el medio tiempo.
El periodista leía con poco disimulo en el teleprompt, lo que dejaba la idea de una bizquera, que en realidad no era tal. Yo miraba de reojo concentrado en mis nuevas ideas, en el olor de mi café, mi plioto húmedo, el contraste sobre la tela de las gotas impregnadas, y un carnaval de aromas propios de los días de lluvia.
Eran las siete y cuarto de la tarde. El cielo estaba muy cargado.
Como un eco barroco que llegara de otros tiempos, escuché la palabra tren. No supe con certeza de donde venía y seguí avanzando en mi espera, mientras garabateaba una historia.
Es ahí entonces, donde uno desea que el final llegue pronto, pero el tiempo se mueve capciosamente con una lentitud pasmosa que hace que cada inhalación duela hasta los huesos. Ya no veía la hora de verla. Erzebet estaba en camino.
Habíamos hablado por teléfono el día antes; nos habíamos reído y nos dijimos cosas que los amantes hubiesen guardado en secreto.
Pero nosotros las hacíamos públicas, y nada nos importaba más que estrecharnos el uno al otro una vez más.
Había pensado en varias alternativas para acabar con el sufrimiento mientras repasaba una y otra vez los colores de las flores, como si fuera posible una transfusión de esa paleta que me reconciliara con el mundo.
Así, la vida iba por un camino y yo por otro.
Algo hizo, que en medio del bullicio y mientras miraba los árboles de la plaza empapada, un frío helado me corriera por la garganta. Tuve un espasmo y empecé a sudar frío. Mi frente se pobló de gotas más pesadas que las de la lluvia de afuera.
Tambaleé cuando quise pararme. Fui a la barra del bar y de un zarpazo ciego, le arrebaté al mozo el control remoto de la mano. Cómo un autómata poseído comencé a pasar canales.
Me acuerdo de esa catarata de imágenes y sonidos que se producían al paso de mi mano que iba tocando los botones del remoto.
Me detuve en un canal que no recuerdo cual era, pero que decía que el tren de Blaquier, había descarrillado y que ya habían registrado cien muertos.
Erzebet dormía sobre el hombro de Filomena. Se habían sentado en el primer asiento del primer vagón, porque jugaban a que así llegarían a Buenos Aires más rápido que el resto.
Ya han pasado algunos pocos años. Parecieron siglos. He dejado de sufrir tantos dolores. He aprendido a mirar las cicatrices con algo de indulgencia. Me estoy atreviendo a volver al mismo bar, a la misma mesa.
En el lapso de casi cuatro años, un manantial de sucesos fue cambiando la dirección del timón del barco, que a diferencia del Titanic, no llegó a hundirse. El accidente causó muchas más pérdidas.
En ese interín, se fue parte de mi salud, el prestigio, trabajo y familia.
El agotamiento de las lágrimas, produjo arrugas que recorrieron mis días como grandiosas autopistas.
Algunas voces, brillaron como dioses en medio de las noches mentales.
Fue entonces, cuando escuché: “no vale la pena, lo que queda es subir”
Esa fue mi liana. Y sacando fuerzas de los otoños, los veranos y las primaveras que siguieron, comprendí la desnudez de los árboles en invierno. Su desprotección, su desvergonzada manifestación de entereza. Su estoicismo.
Entendí lo que es la esperanza. Primavera.
Una dulce bendición me acompaña últimamente a lo largo de los días, y también de las noches. Puedo ver el sol, y amar a las estrellas y aunque parezca un milagro, ya no me alcanzan los pulmones para tanto aire fresco.
Se trata del amor. El amor profundo que salva a vidas como la mía.
Será que la Pascua, y la muerte – vida camino a la resurrección, me dejan ver las olas del mar tranquilo.
Erzebet, sé que estás conmigo. Dentro muy dentro en mí.
Habiendo encontrado un lugar pequeño en el mundo, vivo apreciando a la hermosura. He vuelto a encontrar su foto. Cierro los ojos y recibo un manto a través de la calidez de su mirada.
El sentido del perder, el sentido del ganar. Ser premiado y ver los pimpollos de rosa del geriátrico de la esquina; detenerse todos los días para ver como van naciendo, respirar profundo, sonreír y seguir andando.
Poder prestar oídos a otros lamentos y conservar la sensibilidad intacta para acompasar otros dolores. Se trata de encontrar uno o varios sentidos a la vida. Admirar una obra de arte y hacer del arte un admirador. Animarse a ver belleza, y dejar testimonio. Es lo que me toca porque soy poeta de alma. Inscribir y tallar testigos que puedan permanecer en el tiempo, más allá de mí.
Por eso, la vedette de la casa, es el portaminas, que en su columna de grafito, va dibujando los secretos de mi resurrección.
Cynthia Grinfeld
3 - IV - 2010