Desde mi cama de hospital, veré la vida como algo que acontece afuera, en un mundo del que fui excluido.
Mirando el azul intenso del mar, acariciado por la brisa templada y suave del Mediterráneo, sentiré -por el contrario- que la vida está siendo generosa conmigo.
Incluso saboreando un simple café, sentado a una mesa en la vereda de cualquier calle de alguna ciudad que me guste, sentiré que -serenamente, y sin estridencias- estoy formando parte de la dulce comedia que me parecerá la existencia. Aunque lo haga como un actor secundario, casi como un extra. Sentiré igual que estoy en la trama de la vida.
Así funcionamos las personas. De carne y hueso, nunca lo olvidemos. Pero también de mente y alma. ¿Qué sucede cuando en el afuera LA realidad es muy distinta de NUESTRA realidad?
¿Y qué pasa cuando la desventaja está afuera? ¿Cuando sabemos que otros padecen, que otros carecen, que otros apenas sobreviven? En algún momento de nuestras vidas, tomamos conciencia de que no todo el mundo tiene primavera, tal como lo dijo bellamente un poeta que asoma en mi memoria. Cierto es que a algunos esto les sucede a los pocos minutos de nacer, y a otros no les sucede nunca.
Pero tomando distancia de estos extremos, ¿qué nos pasa a los simples mortales, a la “buena gente”, cuando hacemos conciente la existencia del dolor ajeno? Se nos instala una suerte de miopía mental, que desmienta la sensación de finitud, de fugacidad, de precariedad de todo. Si la desgracia golpea cerca, acusamos su presencia. Pero sólo si golpea cerca. No obstante, aunque no la veamos, sabemos que existe. Intuimos sus formas, oímos sus ecos, percibimos sus olores.
En ese contexto, ¿podemos ser felices? En todo caso: ¿completamente felices? ¿Qué lugar digno podemos ocupar los que no somos ni Gandhi ni sor Teresa? ¿Ni Einstein ni Madame Curie? ¿Serviría de algo resignar nuestra cuota de felicidad? No nos engañemos. La cultura de la culpa, del sacrificio, de la renuncia es, por sí sola, un camino estéril. Sería pura cáscara, alimento tranquilizador. Si tanto nos duele el dolor, hagamos algo. Todo lo demás, es un engaño. ¿De qué sirve negarnos el placer, las ganas de reír, las ganas de vivir? ¿A dónde van a parar las sonrisas que no se dibujan en nuestro rostro? ¿Las que no provocamos en el otro? ¿Las caricias que no damos ni recibimos? ¿El placer que no experimentamos? ¿A quién le sirven? Creo que a nadie. La verdadera felicidad de uno, la genuina, la legítima, nunca existe a expensas de la felicidad de otros. Cuando sucede así, no puede ser calificada como felicidad.
Aceptémonos como humanos. Trabajemos por crearnos un microcosmos agradable y feliz. Hecho de la ternura y la tibieza cotidianas. Aceptemos la pequeña dosis de negación que necesitamos -como seres débiles que somos- para poder seguir adelante sin que nos fagocite el nihilismo. Y, en todo caso, encausemos nuestra sensibilidad, nuestra responsabilidad, en definitiva, nuestro amor, por vías útiles, concretas.
Desde ese lugar, tratemos de abarcar al que sufre, al que adolece. Al que huye, al que teme. Al que sólo conoció el odio, al que nunca conoció el amor. Al que murió luchando por una causa justa y al que claudicó sin saber por qué. Al final de cuentas, todos somos peregrinos en esta misteriosa existencia, y cualquiera de esos destinos podría ser el nuestro.