La escuché por años decir que no sabía qué le había visto. Su mejor argumento era que sólo necesitaba rajarse de la casa, donde se sentía agobiada por una madre viuda y posesiva.
Le llevó años -de vida y de terapia- reconocer que, si bien necesitaba a alguien para casarse y poder irse, por alguna razón lo había elegido a él. A él y no a otro.
Trató de quererlo, pero no pudo. Trató de armar una familia, un proyecto, una vida. Llegaron dos hijos, hermosos, afectuosos. Pero incluso esto le resultó insuficiente.
Él -en cambio- vio en ella la posibilidad de cambiar su historia. Una historia hecha de abandono, pobreza y privaciones. De infancia sin regalos, ni cumpleaños, ni navidades.
Se conocieron en Exactas a mediados de los setenta, y se casaron, sin ser conscientes de los por qué de cada uno.
No sé cómo habrá sido para el resto de los que los conocimos. Yo siempre tuve la impresión de que sus vidas habían encajado circunstancialmente. Que la cosa no duraría. Me imaginaba que eran como dos personas que coinciden en un vuelo a un destino lejano, que pasan muchas horas juntas, hablan, se cuentan cosas íntimas, se confiesan, se aconsejan. Y después, bajan del avión y no se ven nunca más. Esa experiencia no los convierte más que en fugaces compañeros de ruta.
Pero ocurre (muchas veces ocurre) que las cosas provisorias y temporarias, se convierten en permanentes y definitivas.
Pasaban los años, y seguían juntos. Peleaban. Peleaban mucho. Y trataban de reconciliarse. Hasta que llegó el día en que ella decidió dejarlo. Fue, sin dudas, después de una discusión. Que tal vez no haya sido ni la más amarga, ni la más fuerte. Ni la más violenta, ni la más hiriente. Simplemente habrá sido una discusión más. A los hechos tratamos de reconstruirlos entre todos los que estábamos en sus vidas, de alguna manera o de otra. Después de la pelea, él se fue a dormir. Era domingo a la tarde temprano. Ella juntó algunas cosas en un bolso sin que él se despertara. Y en el momento de salir de la casa decidió dejar las alianzas, que tenían grabados sus nombres y una fecha que nadie (excepto ellos) sabía qué representaba. Al apoyarlas sobre la mesa de luz de él, involuntariamente lo despertó. Él le preguntó qué hacía y, al comprender, se levantó de la cama y en el último de sus ataques de furia tomó el velador con violencia y comenzó a sacudirse. Ella no entendió qué ocurría, ni pudo ver que la pata de la pesada cama de algarrobo había aplastado el cable hasta destruir la cubierta. Sólo atinó a aferrarlo de los brazos.
Nadie podría aseverar con certeza cuál de los dos corazones dejó de latir primero a causa de la electrocución. No sé bien por qué, pero yo prefiero pensar que fueron los dos al mismo tiempo.