viernes, 14 de mayo de 2010

Historia Simple por Gustavo Bedrossian

Carla

Capítulo 1: Mario y Carla

Las changas como peón de obras empezaron cuando llegó a Buenos Aires. No era muy hábil que digamos, pero suplía la impericia con bastante de sagacidad. Y fue aprendiendo el oficio. Y remontó vuelo por su cuenta. Un amigo lo recomendó como encargado al consorcio de un edificio. Y lo aceptaron.
Fue allí -donde además tenía una vivienda- que conoció a la Señora Carla, del 4° A.
Lo que más bronca le daba de ella, es que pasaba a su lado sin siquiera mirarlo. Él no podía darse cuenta de que, por muchas razones, en realidad no lo veía. Pasaban las semanas, y los meses, y más rabia le daba la actitud indiferente de ella. Y cuanto más rabia sentía, más le gustaba esa mujer.
Si te agarro –pensaba- ¿sabés como te doy?
Las vueltas de la vida provocaron que un miércoles sonara el timbre a las 11 de la noche, cuando acababa de comenzar el segundo tiempo de Boca-Independiente. Puteando, se levantó de la silla para abrir la puerta y no hace falta ser mentalista para adivinar que era ella, la Señora Carla. Agregamos en shorcito y musculosa. La mina hablaba, y él trataba de enfocar la mirada en algún lugar a mitad de camino entre sus ojos y sus pechos; si era posible, más cerca de los segundos. Cosa que no le era nada fácil. Alcanzó a entender que - al borde de las lágrimas- la Señora le decía que se le estaba inundando el departamento.
Él se calzó las ojotas, y juntos subieron por el ascensor a la casa de ella. Se dio cuenta de que nunca había estado tan cerca de la Señora Carla. Los dos miraban hacia el piso, pero él trataba de abarcar cuanto podía con el rabillo del ojo.
Salieron del ascensor y entraron en el 4º A. Saltearemos a propósito las descripciones técnicas. Baste decir que logró controlar el problema. No obstante, no estaba definitivamente solucionado, ni mucho menos. Le propuso que al día siguiente, temprano, iría a comprar los materiales necesarios y volvería a terminar la reparación.
Prácticamente, no pudo dormir en toda la noche. No se podía sacar de la cabeza a la Señora Carla. Sólo logró caer en un sopor parecido al sueño media hora antes de que sonara el despertador.
Lo más rápido que pudo, fue hasta el negocio y volvió con los materiales. Y se mandó para el 4° A, donde lo recibió, cordial y amable, la Señora Carla.
Empezó a trabajar en la cocina y menos de cinco minutos después, ella le ofreció un cafecito. Al recibir la taza, él tuvo la sensación de que la Señora se detuvo más de lo esperable en el contacto con su mano. Tomó el café y volvió al trabajo, que pasó a requerir que se agachase y metiese la cabeza dentro del bajo-mesada, por debajo de la pileta. Tratando de aflojar una tuerca, se le zafó la llave, que dio contra el costado de la bacha, haciendo que ésta se despegara de la mesada y lo golpeara en la cabeza. La puteada que había empezado a proferir derivó en un grito de dolor. Trató de salir e incorporarse pero, atontado como estaba, volvió a golpearse.
Su bronca y su vergüenza iban en ascenso cuando escuchó: Pobrecito, ¿dónde se golpeó? A ver, venga, déjeme ver. Pero mire el chichón que se ha hecho.
La Señora Carla, al instante, produjo un par de cubitos y se los estaba apoyando sobre el incipiente moretón en la frente. Fue entonces que él le zampó un beso. La Señora no se resistió, pero él, al separar su boca de la de ella, no se animó a abrir los ojos, esperando el tortazo y los alaridos de la señora Carla. Pero no. Notó que ella le estaba sacando frenéticamente la camisa y.... Saltearemos a propósito las descripciones técnicas. Baste decir que todo ocurrió en el piso de la cocina. Que la Señora Carla fue muy tierna. Y que desde ese día, algunas veces lo saluda.

La mirada de Mario


Capítulo 2: Mario y Sara

Sara entró esa noche en el departamento de Mario con el fastidio instalado en su cara. Trataba de mantenerse calma, pero le era difícil. Nunca se había encontrado en una situación así. La desconfianza, los celos, el miedo a equivocarse. Porque en el fondo era un chisme. Nunca pensó que algo así pudiera pasarle con Mario. Su inexperiencia acentuaba el malestar. Ni siquiera podía completar la dolorosa escena que se imaginaba, ya que no conocía a la tal Carla. La señora del 4to B le había hablado de un modo crudo e impreciso.
-Se lo digo para que se cuide, m’hijita. Su Mario es un buen hombre, pero hombre al fin... Y ella... Cuídelo, yo sé lo que le digo.
Así que desde el encuentro con la vecina del 4to B, Sara venía gastando horas de su día en tratar de ponerle rasgos concretos a Carla y a lo que pudiera haber pasado con Mario.
Esa noche, casi no probó bocado y apenas si intercambiaron unas pocas palabras con él. Mario también estaba parco, cosa que ella no sabía si considerar confirmatorio de que algo había pasado.
Él la acompañó hasta su casa, y ella evitó un beso de despedida en la boca.
Al día siguiente, cuando estaba en la plaza, recordó una conversación que había presenciado unos años antes en casa de su prima. Una amiga de ella le contaba que había descubierto que el novio tenía relaciones con otra mujer. Y su prima le había aconsejado qué cosas hacer para recuperar al tipo por la via de la seducción. A decir verdad, su prima tenía unas cuantas campañas hechas y si no se las sabía todas, por lo menos abarcaba un amplio espectro.
Esa noche, Sara volvió a pasar por lo de Mario. En el momento de entrar al edificio la asaltó una oleada de bronca que le subía de pies a cabeza. Acababa de ingresar al pallier y estaba a punto de tocar el timbre de Mario cuando una mujer salió llorando desesperada del ascensor. Le pidió que la ayudase a socorrer a su hija. Entraron juntas en el ascensor y bajaron en el 4to piso. Entraron en el departamento A donde, en uno de los dormitorios, sobre la cama, estaba tendida Carla, rodeada de pastillas desparramadas.
-Intento despertarla, pero no reacciona- le dijo la mujer.
Sara se esforzó por no mirar a Carla a la cara. Sólo atinó a salir de la habitación y marcar el número de Emergencias en el primer teléfono que encontró. Después, volvió al cuarto y, siempre evitando mirar a Carla, se sentó en el borde de la cama junto a su madre.
-No sé qué desear...-balbuceó la mujer. -Es mi hija, pero ya no puedo más. Yo insistí ese día en llevarme a mi nieto a casa. Y él murió a mi lado, al chocar el taxi en el que viajábamos. Al principio creí que mi calvario sería -como me pasa- recordar un millón de veces por día ese momento. Pero después... ver cómo Carla se desbarranca... Dejó a su marido. Se vino a vivir sola acá. Rechaza a sus amigos. No trabaja. Sé que se enreda con tipos...
La interrumpió el timbre del portero eléctrico.
Después de abrir la puerta del departamento para dejar entrar al médico y sus asistentes, Sara salió del 4to A, y del edificio.
Sólo quería caminar. Pensar. Fue al parque, aunque ya había anochecido. Lo que acababa de suceder le permitía conocer una posible mitad de la historia. La que tuvo que ver con Carla, y con su modo desaprensivo de atraer a Mario. Para lo que no había muchas variantes, era para la parte de él. Dolía. Dolía mucho.
Se volvió a acordar de los consejos de su prima. Pero era conciente de que ése, tal cual, no era el camino para ella.
Decidió, en cambio, volver a su casa. No a donde servía, sino a la verdadera.
-¿Qué haría Mario?- se preguntó. Intuyó que su alejamiento podría ser el inicio de un juego estratégico. En el que lo primero que debía saber era cuánto le importaba ella a él.


Capítulo 3: Un día en la vida de Sara

De vuelta en casa. Encontró a sus padres más viejos. Con la que más conversaba -como siempre- era con su madre. Sin embargo, desde su regreso, no paraba de mirar a su padre. Lo observaba todo el tiempo que podía, en silencio. Después de algunos días creyó entender que mientras había estado con Mario, había buscado en él -entre otras cosas- algo que también estuviera en su padre. A veces le había parecido encontrar algo familiar y, sin que se hubiera dado cuenta del por qué, eso la había procurado una sensación de tranquilidad. Pero muchas otras, había sentido que navegaba en aguas totalmente desconocidas, experimentando un vértigo a la vez excitante y aterrador.
Ahora que estaba en casa, la cotidianeidad la absorbía por completo, entre ayudar a su madre, darle una mano a sus hermanas con sus sobrinos, ocuparse de las compras. Por las noches, tardaba en dormirse, pensando que había pasado otro día sin que Mario la hubiese llamado. Por las mañanas, tardaba también en levantarse, aplastada por el primer pensamiento que no era otra cosa que el recuerdo de lo que la había angustiado al dormirse. Además, le costaba tomar la decisión de pasar un día más sin buscar trabajo. ¿Valdría la pena hacerlo? ¿Valdría la pena seguir ilusionándose con que Mario la buscaría?
Pasaban los días, y cada vez veía como más absurda la idea de haberse alejado. Pero también estaba segura de que cualquier otro camino hubiera sido imposible para ella. No sabía luchar por algunas cosas.
Y seguían pasando los días.


Capítulo 4: La changa en la casa de la calle Barzana

El viernes a la noche el tío de Mario lo llamó para ofrecerle una changa en una obra en la que él estaba trabajando desde hacía un tiempo, en una casona de Villa Urquiza. Sería por ese sábado y domingo. Le explicó que los peones que se habían comprometido a ir habían estado faltando por culpa de la gripe (aunque cómo saber si no habían conseguido algo mejor pago) y el trabajo se encontraba muy atrasado. Y Mario aceptó. La plata no le vendría nada mal, y por otro lado, en las últimas semanas, había tenido completamente libres sus sábados y domingos.
Su tío, era su tío, pero sólo le llevaba trece años. Por lo que muchas veces lo había sentido más bien como un hermano mayor. Desde que estaban en Buenos Aires, cada tanto -y en los momentos más inesperados-, tenía lugar entre ellos una conversación después la cual Mario no se sentía igual. Empezaban hablando de trivialidades, de boludeces nos dirían ellos, hasta que se producía el chispazo. Y ese domingo, en la casa de la calle Barzana, sucedió. En el tiempo de descanso, en el jardín, tirados bajo un árbol. El tío siempre tenía -al oír a Mario hablar de sus cosas- la sensación de estar escuchando la historia de su propia vida. Lo observaba pasar por los mismos caminos, y con los mismos sentimientos. Desde ese lugar lo aconsejó. Y ese domingo, casi a medianoche, Mario entraba en la terminal de Retiro, pensando que en unas horas más estaría golpeando la puerta de la casa de Sara.

miércoles, 12 de mayo de 2010

La piedra y el puente por Pablo Vallejo


"Hola de nuevo", le dije.

"Aquí está", tiendo la carta.

"Puedes leerla ahora, si quieres.


"Querida Bony:

Las semanas me parecieron eternas desde aquel abrazo en el puente. Recuerdo bien el sonido de las aves volando sobre nuestro celeste compartido. Y siempre me haces volver.

Los colores regresan a mi retina cuando me dejo llevar por el derecho camino que recorren los cisnes de cuello negro hasta aquí. Si vieras como está el puente, Bony...nuestra esencia sigue allí, y los cisnes continúan nadando.

La próxima semana me tendrás aquí por esa ración de mi mismo que me sueles dar.


Te extraño,

Tu yo.

Me levanto y retorno al auto a continuar con mi vida, lejos de la que fue, una vez, mi compañera de viaje.


"La Piedra y el Puente".