Hay una ciudad que está dividida por un muro fino y sutil.
De un lado viven hombres y mujeres que son como son y hacen lo que quieren.
Son honestos en extremo y también ingobernables.
Las mujeres caminan con la cabeza cubierta. Todas usan pañuelos en la cabeza. Algunos son multicolores tejidos a crochet, otros son de seda a líneas. Por ahí alguno liso, o alguno blanco, pero todas llevan cubierta su testa.
Hay una casa grande que tiene una piscina. Es rectangular y no es profunda. Allí los hombres guardan sus billetes. Aunque la pileta esté llena de agua, con un fondo monetario, es allí donde se bañan.
En ese mismo lado, hay una fiesta de disfraces, en donde un médico se tiene que poner una bata, pero es para bailar. Se sabe que es bueno y cariñoso.
Hoy, es el rey de ese lugar. Y en medio de tanta honestidad hay también una traición. Limpia, desnuda y punzante. Una traición masculina. Un auténtico placer en la venganza de un me amás ilusionado, con un no penetrante que cala hondo en la hendidura del tiempo.
Mientras, se dibujan dos muecas. Una de placer maldito y otra de dolor desconcertado.
Del otro lado vive gente diferente. Gente menos honesta, y que corre todo el día. Que a veces no duerme ni de noche, ni de día, pero que tiene esperanzas.
Vive gente que discute y que se ríe. Vive gente que se muere. Del otro lado raras veces ocurre lo mismo. De un lado todo es posible y del otro se imponen condiciones. En un minuto de silencio, una mente ha soñado y despertado.
Se ha visto a sí misma y se ha escuchado. Se ha herido y se ha sobrepuesto.
Son las siete y cuarenta y uno de la mañana, piensa. Escribo un par de cosas más, me hago un té y salgo para el gimnasio. El día recién comienza. En el fondo, música y el ruido de los camiones que zamarrean la calle.