jueves, 4 de noviembre de 2010

Un minuto de silencio por Cynthia Grinfeld

Hay una ciudad que está dividida por un muro fino y sutil.
De un lado viven hombres y mujeres que son como son y hacen lo que quieren.
Son honestos en extremo y también ingobernables.
Las mujeres caminan con la cabeza cubierta. Todas usan pañuelos en la cabeza. Algunos son multicolores tejidos a crochet, otros son de seda a líneas. Por ahí alguno liso, o alguno blanco, pero todas llevan cubierta su testa.
Hay una casa grande que tiene una piscina. Es rectangular y no es profunda. Allí los hombres guardan sus billetes. Aunque la pileta esté llena de agua, con un fondo monetario, es allí donde se bañan.
En ese mismo lado, hay una fiesta de disfraces, en donde un médico se tiene que poner una bata, pero es para bailar. Se sabe que es bueno y cariñoso.
Hoy, es el rey de ese lugar. Y en medio de tanta honestidad hay también una traición. Limpia, desnuda y punzante. Una traición masculina. Un auténtico placer en la venganza de un me amás ilusionado, con un no penetrante que cala hondo en la hendidura del tiempo.
Mientras, se dibujan dos muecas. Una de placer maldito y otra de dolor desconcertado.
Del otro lado vive gente diferente. Gente menos honesta, y que corre todo el día. Que a veces no duerme ni de noche, ni de día, pero que tiene esperanzas.
Vive gente que discute y que se ríe. Vive gente que se muere. Del otro lado raras veces ocurre lo mismo. De un lado todo es posible y del otro se imponen condiciones. En un minuto de silencio, una mente ha soñado y despertado.
Se ha visto a sí misma y se ha escuchado. Se ha herido y se ha sobrepuesto.
Son las siete y cuarenta y uno de la mañana, piensa. Escribo un par de cosas más, me hago un té y salgo para el gimnasio. El día recién comienza. En el fondo, música y el ruido de los camiones que zamarrean la calle.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Cuando escucho por Gustavo Bedrossian

En el minuto, de esos tantos, en el cual permanezco callado, escuchando a quien escucho, cambia mil veces el paisaje, mil veces la atmósfera, mil veces el rostro del hablante…
En esa escucha mía, a la cual hoy amo -y no siempre fue así-, encuentro parte de la esencia de mi esencia.

Tal vez, agregaría: hoy me importa bastante menos cómo es vista. Dejé de sufrir porque la interpreten como timidez, frialdad, indiferencia, estupidez.

Escucho, y trato de enamorarme efímeramente de ese cabello rubio, de ese timbre sonoro, del marrón clarito de esos iris vivaces.

O, escucho, y trato de admirar ese tono enérgico, esa actitud inesperada, esa historia a la cual juego a creer.

Escucho, y me pierdo -a veces- palabras, cambiando contenidos por impresiones. Quedándome con sensaciones donde hubieran habido sólo palabras operando como semillas en una tierra estéril.
Escucho, y navego. Escucho, y divago. Escucho, y fantaseo.

Escucho desde el mejor lugar posible. Dedico mi escucha. La cuido. La ofrezco con amor.

Mientras tanto, cambio una nariz aguileña por unas cejas armoniosas. Un pelo desprolijo, por una mirada brillante. Una palabra hiriente, por una hermosa voz ronca.

Y escucho. Y escuchar es como amar. No especules con escuchar para ser escuchado.
Escuchá (y amá) si querés. Y si no, vos te lo perdés.