martes, 31 de mayo de 2011

Te regalo un cuento por Jorge Gonzalvo Díaz

Te regalo un cuento. Podía haber sido un paseo por el parque o una canción a medio hacer. Un capuccino en tu plaza favorita o un truco de magia sin ensayar apenitas. 
Pero no. Quería que fuera un cuento. No para después de hacer el amor ni para que nos echemos de menos. No para que suene el Adaggieto de la quinta de Mahler, ni nada por el estilo. Te regalo un cuento para que puedas hacerlo tuyo dibujándole una narizota, para que lo compartas con tu vecina de escalera o con tu gato. Para que elijas la banda sonora que te apetece que suene de fondo mientras lo lees. 
Yo tengo mis canciones para escribirte. Tú las tuyas para leerme.
Te regalo un cuento para que puedas llevarlo contigo, dobladito en el bolso, o entre las páginas de un libro de Benedetti. Para que cuando te enfades conmigo puedas estrujarlo y hacer con él una pelota de papel, arrojarlo por la ventana y mirar complacida cómo lo atropella un autobús. Para que lo fotocopies mil veces y le entregues una copia a quien más te apetezca. Para que envuelvas con él una manzana o para colgarlo en tu pared. Para que le claves alfileres los días en los que me matarías. O para apuntar encima del título el teléfono de tu banco.
Te regalo un cuento improvisado. De esos que empiezas a escribir sin pensar y que no sabes cuándo acaban. Te regalo esta noche y todas las demás. Te ofrezco mi sonrisa non stop, sin conservantes ni colorantes. Aun a riesgo de poder ser acusado de alevosía y nocturnidad, aunque puedan encontrarse muchos más agravantes.
Te dejo abierta la ventana para que te cueles, para que me espíes esta noche. Para que me veas sin que te vea. Para que me cuides un poco sin que yo lo sepa.
Te regalo una idea. El concepto más hermoso de complicidad, un escenario vacío en el que buscar la manera de encontrarse. Te regalo un cuento que habla de amigos y de sueños, de noches de verano pegajosas, de mí mismo mientras me imagino tu cuarto desde lo alto del cielo antes de lanzarme en picado sobre tu almohada. De kamikazes que se estrellan en tus brazos y que no vuelven a despegar, ni falta que les hace. 
Te regalo el kit completo de cariño, el maletín mágico con el que jugabas de niña a maquillar muñecas y cocinar guisos de plastilina mientras yo fabricaba dinamita con el Quimicefa. 
Te regalo un cuento indeterminado sin pies ni cabeza, sin trama ni desenlace final, sin argumentos y sin actores de reparto. Sin moraleja. Y si la tiene, que sólo tú la conozcas.
Lo único que necesitas es apagar la luz, cerrar los ojos y la puerta de tu habitación, no necesariamente en ese orden. Dejar que te lea al oído, olvidarte de las facturas y del telediario. Quererme un poco más que hace cinco minutos y hacérmelo saber, de alguna manera. 
Te regalo un deseo. Llenarte de unas ganas locas de reír y de que salgas corriendo en busca de una diadema bonita para el pelo. Que necesites llamarme y te encuentres pidiéndome que apague la luz, que cierre mi puerta y entonces, empieces a leer el mismo cuento que estás leyendo ahora. Y ojalá no podamos dejar de llamarnos cada noche, para contarnos el mismo cuento. Toda una vida.
Un cuento para llevarte de viaje y para leerle a tus hijos y a los míos, a tus nietos y a mi abuela. A las calles y a los parques.
Te regalo un cuento sin papel de colores ni un "espero que te guste". Sin aplicar el IVA y sin descuento por pronto pago. Un cuento que habla de ti y de mí, que pueda leerse cualquier día del año, a cualquier hora, sea cual sea tu estado de ánimo o tu sabor favorito de helado.
Te regalo este cuento. 

martes, 24 de mayo de 2011

Refugio por Gustavo Bedrossian

Al entrar a casa me hubieran dado ganas -como en las películas- de cerrar la puerta y apoyarme de espaldas sobre ella. Dejé las llaves sobre la mesa, me saqué los zapatos (antes que la campera) y encendí la estufa. Descalzo, fui al baño y abrí la canilla del agua caliente, y esperé. Esperé a que asomase y coloqué mis manos bajo el chorro, y esperé también al placer, que no tardó en llegar. Me lavé la cara y no me atreví a mirarme en el espejo cuando me secaba. Fui a la cocina y puse a hervir agua para un té. Nunca tomo té. Pero tampoco nunca había hecho lo que me tocó hacer esa noche. Tal vez el futuro, mi futuro, pudiera estar hecho de cosas distintas, de cosas que nunca. Tomé un saquito del único tipo de té que había en el frasco. Y puse en la taza el agua primero, como de pronto recordé que decía siempre ella, para que las hojitas de té no se quemen, y luego el saquito. Observé y esperé hasta que éste se hundiera en el agua caliente, y lo agité. No me acordaba de si me gustaría con azúcar o no. ¿Cuándo había sido la última vez que había tomado uno? Le puse un poco de azúcar, por las dudas un poco. Y rodeé la taza con las manos para que se me calentasen.No supe hacia dónde mirar y mientas tanto me di cuenta de la extraña sensación que sentía en mis pies descalzos a través de las medias que me separaban de las baldosas frías de la cocina. ¿Era frío? ¿Era calor? Busqué la calidez del parquet del living. Y no me decidía a sentarme. Me encontré dudando sobre qué sillón elegir. Me desplomé sobre el más cercano y me hundí en él. Me hundí también en el calor de la estufa que empezaba a sentirse. Me hundí en mi nostalgia. Me hundí. Y no temí no encontrar el fondo. Sabía que en algún lugar estaría y comenzaría el camino de vuelta. Hoy era tiempo de llorar quizás. Y por primera vez no tuve miedo de hacerlo. No tuve miedo. El miedo es para quien siente que tiene algo para perder. Estaba claro para mí que no era mi caso. Hoy era tiempo de hundirse. De entregarse al dolor. Y de esperar la inflexión. De esperar que del núcleo de mis células comenzaran a partir las instrucciones para volver, para salir. Veía mi tiempo como la proximidad a un equinoccio de invierno, cuando nos acercamos a la noche más larga y fría del año, pero sabemos que a partir de ese punto todo cambiará.

domingo, 1 de mayo de 2011

El túnel (fragmento) Ernesto Sábato 24/06/1911-30/04/2011

Fué una espera interminable. No sé cuanto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fué una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados.
(...)
A veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad.
(...)
Yo no decía nada. Hermosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca. -Nunca más, nunca más- pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo. 
"