sábado, 30 de abril de 2011

CÓMO ME VAS A EXPLICAR... Pedro Salinas

¿Cómo me vas a explicar,


di, la dicha de esta tarde,


si no sabemos por qué
fue, ni cómo, ni de qué ha sido,
si es pura dicha de nada?
En nuestros ojos visiones,
visiones y no miradas,
no percibían tamaños, 
datos, colores, distancias.
De tan desprendidamente
como estaba yo y me estabas
mirando, más que mirando,
mis miradas te soñaban,
y me soñaban las tuyas.
Palabras sueltas, palabras,
deleite en incoherencias,
no eran ya signo de cosas,
eran voces puras, voces
de su servir olvidadas.
¡Cómo vagaron sin rumbo,
y sin torpeza las caricias!
Largos goces iniciados,
caricias no terminadas,
como si aun no se supiera
en qué lugar de los cuerpos
el acariciar se acaba,
y anduviéramos buscándolo,
en lento encanto, sin ansia.
Las manos, no era tocar
lo que hacían en nosotros,
era descubrir; los tactos
nuestros cuerpos inventaban,
allí en plena luz, tan claros
como en la plena tiniebla,
en donde sólo ellos pueden
ver los cuerpos,
con las ardorosas palmas.
Y de estas nadas se ha ido
fabricando, indestructible,
nuestra dicha, nuestro amor,
nuestra tarde.
Por eso no fue nada,
sé que esta noche reclinas 
lo mismo que una mejilla
sobre este blancor de plumas
-almohada que ha sido alas-
tu ser, tu memoria, todo,
y que todo te descansa,
sobre una tarde de dos,
que no es nada, nada, nada. 
Pedro Salinas

viernes, 29 de abril de 2011

"El mechón de cabello" del autor italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375).

Pero el amor, como muchas veces vemos, cuando tiene menos esperanza suele aumentar, y así le sucedía al pobre palafrenero, que hallaba insoportable mantener su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayudaba. Y muchas veces, no logrando librarse de su amor, pensó en morir. Y, reflexionando cómo lograrlo, decidió que fuese de tal manera que se notara que moría por el amor que había puesto y profesaba a la reina, y se propuso que fuera de manera que la fortuna le diese la posibilidad de obtener, totalmente o en parte, la satisfacción de su anhelo. 

 
Agilulfo, monarca de los longobardos, estableció en Paria, ciudad de Lombardía, la base de su soberanía. Como sus antecesores, cogió por mujer a Tendelinga, viuda de Autari, también soberano de los longobardos. La señora era hermosísima, prudente y honrada, pero desafortunada en afectos. Y, yendo muy bien las cosas de los longobardos por la virtud y la razón de Agilulfo, aconteció que un palafrenero de la nombrada reina, hombre de muy ruin condición por su nacimiento, pero superior en su oficio, y arrogante en su persona, se enamoró intensamente de la reina, y como su baja condición no le impedía advertir que aquel amor escapaba a toda conveniencia, a nadie se lo declaró, ni siquiera a ella con su mirada.
Y sin esperanza alguna siguió viviendo. Pero se jactaba consigo mismo de haber puesto sus pensamientos en tan alto lugar y, ardiendo en amoroso calor, se dedicaba a hacer mejor que sus compañeros lo que a su reina pudiese complacer. Por esto, cuando la reina deseaba cabalgar, prefería de entre todos al palafrén, lo que él tenía como un privilegio, y no se apartaba de ella, juzgándose afortunado algunas veces si podía rozarle los vestidos. 
No deseó manifestar nada a la reina, ni expresole su amor escribiéndole, ya que sabía que era infructuoso hablar o escribir, mas resolvió ensayar si era posible, por ingenio, con ella acostarse. Mas no veía otro medio ni recurso que hacerse pasar por el rey, el cual no dormía con la reina de continuo.
Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre averiguar en qué forma y hábito iba allá el rey. Y así muchas veces, durante la noche, se escondió en una gran sala del real palacio a la que daban los aposentos de la reina y del rey. Y una noche vio a Agilulfo salir de su cámara envuelto en un gran manto, en una mano una antorcha encendida y en la otra una varita, y en llegando a la puerta de la reina, sin nada decir, golpeó la madera con la vara una vez o dos, y abriose la puerta y quitáronle la antorcha de la mano. 
Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él debía hacer otro tanto, y mandó que le aderezasen un manto semejante al del rey, y, provisto de una antorcha y una vara, una noche, tras lavarse bien en un baño para que la reina no advirtiese el olor del estiércol y con él el engaño, en la sala, como solía, se escondió. 
Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de conseguir su deseo, o, con alta razón, la muerte que arrostraba, y, haciendo con la yesca y eslabón que llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y, envuelto en el manto, se acercó al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió la puerta una soñolienta camarera, que le retiró y apartó la luz y él, sin decir nada, traspasó la cortina, quitose la capa y acostose donde la reina dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y, fingiéndose conturbado por saber que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir ni que le dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche. Apesadumbrábale partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, púsose el manto, empuñó la luz y, sin nada hablar, se fue y volviose a su lecho tan presto como pudo.
Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el lecho y alegremente saludándola, ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su marido, dijo:
-Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? Ha instantes que os partisteis de mí y más que de costumbre os habéis refocilado conmigo, ¿y tan pronto volvéis? Mirad lo que hacéis.
Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había sido engañada por alguna similitud de persona y costumbres, pero como discreto, en el acto pensó que, pues la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía más no hacérselo comprender, lo que muchos necios no hubiesen hecho, sino que habrían dicho: "Yo no fui. ¿Quién fue ¿Cómo se fue y cómo vino?" De lo que habrían difamado muchas cosas con las cuales hubiera a la inocente mujer contristado, y aun quizás héchole venir en deseo el volver a desear lo que ya había sentido. Y lo que, callándolo, ninguna afrenta le podía inferir, hubiera, de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más turbado en su ánimo que en su semblante y palabras:
-¿No os parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y tornar luego?
-Sí, mi señor, pero, con todo, ruégoos que miréis por vuestra salud.
Entonces dijo el rey:
-A mí me place seguir vuestro consejo y, por tanto, sin más molestia daros, me vuelvo. 
Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante por lo que ya sabía que le habían hecho, tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con sigilo encontrar al que tan feo recado le hiciera, imaginando que debía ser alguien de la casa y que no había podido salir de ella. Y así, encendiendo una lucecita en una linternilla, se fue a una muy larga casa que había en su palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos sus sirvientes en distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la mujer decía no le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente afán, con cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a todos les fue tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza. 
Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina, por lo cual, viendo venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer mucho, en términos que a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron más, por albergar la firme creencia de que, si el rey algo notaba, le haría morir.

Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando que el rey iba sin armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconteciese. 

Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese encontrar al culpable, llegose al palafrenero, y observando cuán fuerte le latía el corazón, se dijo: "Éste es". Pero como no quería que nadie se percatase de lo que pensaba hacer, se contentó, usando unas tijeras que llevaba, con tonsurar al hombre parte de los cabellos, que entonces se llevaban muy largos, a fin de poderle reconocer al siguiente día; y, esto hecho, volviose a su cámara.
El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso, comprendió por qué le habían señalado así y, sin esperar a más, se levantó y, buscando un par de tijeras que había en el establo para el servicio de los caballos, a todos los que allí yacían, andando sin ruido, les cortó parte del cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió a dormir.
El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que las puertas del palacio se abriesen, se le presentase toda la servidumbre, y así se hizo. Y estando todos ante él con la cabeza descubierta, y viendo a casi todos con el cabello de análogo modo cortado, se maravilló y dijo para sí: "El que ando buscando, aunque sea de baja condición, muestra da de tener mucho sentido". Y, reconociendo que no podía, sin escándalo, descubrir al que buscaba, y no queriendo por pequeña venganza sufrir gran afrenta, resolvió con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las cosas ocurridas y, vuelto a todos, dijo:
-Quien lo hizo, no lo haga más, e id con Dios.
Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos e insistirlos, y así habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al descubrirlo, aunque tomase entera venganza, habría aumentado su afrenta y empeñado la honestidad de su mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y largamente trataron entre sí de lo que el rey había querido significar, pero nadie entendió nada, salvo aquel que tenía motivos para ello. El cual, como discreto, nunca, mientras vivió el rey, esclareció el caso, ni nunca más su vida con tan expuesto acto confió a la Fortuna
                                                               .

miércoles, 27 de abril de 2011

Dos rostros por Gustavo Bedrossian

Corría y corría sobre la hierba mullida. El viento suave le golpeaba la cara, y lo sentía fresco. Los árboles aparecían delante de él y los esquivaba sin que la voluntad o la destreza jugaran ningún papel. Hacía una eternidad que lo venía persiguiendo, pero era inútil. Cuando intuía que estaba cerca de él, la sensación se esfumaba. A veces creía incluso distinguir una parte de su cuerpo; un brazo, su cabello negro. Por momentos se dejaba llevar por las huellas de sus pisadas, pero éstas desaparecían súbitamente, o se bifurcaban sin sentido.

Una sensación sinuosa lo sacaba del sueño. Era el ligero movimiento de la mano de la abuela sobre su hombrito que asomaba debajo de la frazada.
-¿Sabés, abuela? Lo soñé. Estaba seguro de que era él. Pero no lo podía ver. Trataba de alcanzarlo... pero se me escapaba.
Siguió un largo, difícil silencio, que la abuela hizo terminar con un abrazo desde atrás, y con un beso en la cabecita tibia. Se animó a hablar antes de que las lágrimas se le adelantaran a las palabras y ya le fuera imposible hacerlo.
-A levantarse, que se hace tarde. Ya está la leche preparada y la ropa calentita al lado de la estufa.

Los colores se sucedían como ventanas de gelatina. El fondo del mar era un escenario fosforescente que replicaba al bosque de otros sueños, con recovecos que lo convertían en un desesperante laberinto. Se deslizaba por el agua y sentía el contacto de otros peces que rozaban su cuerpo en sentido contrario a su movimiento, sin que los pudiera ver. Tenía que seguir un rastro difuso que se diluía con cada burbuja, con cada minúscula corriente de líquido. Lo sabía azul, pero al alcanzarlo, ya no era azul, y sólo atinaba a decirle: disculpe. Entendía que ahora era anaranjado, y cuando su pequeña aleta lo tocaba en el hombro y él se daba vuelta, el rostro desconocido lo dejaba con ánimo sólo para decir nuevamente: disculpe, me equivoqué. Y así, continuamente, eternamente, inútilmente.

La mano tibia de la abuela sobre su frente lo trajo con delicadeza hacia la realidad matinal. Ella reconoció en sus ojos el desasosiego de esos despertares y esperó sosteniéndole la mirada.
-Lo soñé, abuela, lo soñé de nuevo. Pero no sé si lo soñé.
-¿Cómo es eso?
-Sí, lo soñé, yo sabía que estaba ahí, cerca. Pero en realidad no lo vi. De nuevo yo lo seguía, en el fondo del mar, pero él... no se daba cuenta... y yo...
Como resignado, esta vez se levantó y solito se fue a cambiar.

Las montañas, desde lo alto, se veían como un inmenso bloque de hielo. Cada tanto creía divisar un punto que se movía en zig-zag allá abajo. Inclinaba sus alas para dirigirse hacia él en abrupta trayectoria recta. Y comenzaba a volar en círculos alrededor, procurando distinguir los rasgos de su rostro. Una y otra vez sus deseos se frustraban al reconocer facciones desconocidas.

Se despertó solo, unos minutos antes de que la abuela viniera a llamarlo. Ella se sorprendió al encontrarlo con los ojos abiertos.
-¿Qué te pasa?
-Nada.
-¿Lo volviste a soñar?
La pregunta no tuvo respuesta en palabras. El niño se sentó en la cama con las piernas flexionadas y escondió el llanto en sus manitos abiertas.
-Es que no me acuerdo de la cara, abuela... No me puedo acordar de la cara...-se alcanzó a entender.
Ella le despegó con esfuerzo los dedos del rostro, y lo atrajo hacia sí. El chico se desarmó entre sus brazos y lloró. Lloró con esa amargura que se siente una sola vez en la vida. Sin que la razón pueda aportar ningún atenuante, ninguna esperanza.
La abuela lo apretaba contra ella, impotente. No tenía palabras ni argumentos para aliviarlo. A diferencia del  nieto, su llanto era mudo, ahogado. Sólo pensaba en cuánto más dolor podía ella soportar.
Abrazados se recostaron y se quedaron como dormidos. Por cierto no lo estaban. Había pasado el tiempo para ir a la escuela, aunque eso no tenía ninguna importancia. Disfrutaron del adormecimiento que engendran las lágrimas, cuando nada ha cambiado, y sin embargo se puede flotar en esa nada experimentando algo parecido al placer.

A la mañana siguiente, en el momento de despertarlo, la abuela se asomó sobre el rostro del nieto y advirtió un vestigio de sonrisa delineado en él. Tan imperceptible y sutil como el efecto de una acuarela que nos cuenta sobre algo muy lejano y antiguo. Venido del remoto entramado del mundo de los sueños para sosegar a ese pequeño espíritu, que demasiado pronto había conocido los caminos del dolor. Y estuvo segura de que, por fin, en ese mundo donde todo es posible, el niño había dado con el rostro buscado del padre.


lunes, 11 de abril de 2011

Mañana es la única utopía

Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo... 
¡Qué importa eso!.
Tengo la edad que quiero y siento.
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la
convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo!.
No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: Eres muy joven, no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa  de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras en un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas... valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!.
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!.
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento. 

                               
 José Saramago 
                      Premio Nobel Literatura 1998.

sábado, 9 de abril de 2011

Velocidad por Daiana Olivarez

Salí de mi casa, no caminando sino a un paso veloz, 
rezando para que el supermercado no cerrara.
Me llevé por delante una columna; podría decir que no sólo
 vi las estrellas; también pude ver Marte y Júpiter. 
Nadie me socorrió. 
Me levanté lentamente. Me sentía bastante mareada; la gente creía 
que estaba borracha o que estaba alucinando.
Con un paso bastante lento llegué al supermercado.
Se  encontraba cerrado. ¡Claro  había pasado una hora desde 
mi torpe accidente!  .
No solo seguía aturdida, también había descubierto que no 
llevaba mi celular encima.
Me quedé sentada en una esquina que afortunadamente 
tenía un banquito limpio y pude descansar  hasta reponerme.
Me quedé quieta como una momia y comencé a ver la calle; observé a la gente. Me sorprendí por   la gran velocidad a la que pasan .
Me sorprendí al ver la falta de respeto hacia el que esta al lado. 
Me sigo sorprendiendo del odio con el que se tratan unos a otros.
Recuerdo que en ese momento mi cabeza no entendía que sucedía 
¿Qué nos pasa? ,
¿Hay algo que no está bien? , me pregunté varias veces.
Mientras se me paría la cabeza trataba de comprender qué acontecía 
enfrente de mis ojos.
Lo que me ha quedado en claro, es que la gente nunca se dio cuenta 
de que yo, una persona, me acababa de lastimar. 
                                        
Nadie miró hacia el costado.
Todos siguieron su camino.
Sus ojos eran ciegos.
Al llegar a mi casa encontré a todos preocupados, pues no sabían de mí. 
Lo único que les dije fue: Estoy bien! No se preocupen.
"Fui a dar una vuelta, intenté comprar las cosas que necesitaba pero no llegué", le dije a mi marido.
Tal vez en mis manos nada se vea, sin embargo lo que traigo de la calle 
es un darme cuenta de lo que significa la velocidad.
Nos llevamos las cosas por delante, nos lastimamos, nos dolemos, 
podemos incluso perder la vida.
Una vida valiosa pero al mismo tiempo  indiferente para otros, 
los ciegos que no ven.
                                                

Daiana Olivarez  06/04/2011

Hijita, palabra hermosa por Cynthia Grinfeld

                                                                   
Alguna vez he visto el cielo en los ojos
y los pétalos de rosa pálida en la piel.
Alguna vez, esta vez, he sentido a  un
teclado de letras, como a un piano.
Y hace veintiún años, alguna vez...
pude sostenerte y mimarte
decirte todas las palabras que
entre lágrimas y una tortura cruel
buscaban como el agua,
un recorrido para expresar amor.
Un camino que no acaba nunca
y que va sembrando recuerdos,
deseos vivos y una piadosa dulzura
que busca abrazarte y abrazarme.
Es la primera vez que puedo
sentir paz y dejar que mis lágrimas
sean las protagonistas de las caricias
para mi alma.
Es la primera vez, que puedo llorar de amor.
Llorar, escribir, tomar mi té y escuchar una balada
todo junto, y junto a vos mi amada hijijta
mi dulce Lara.
Lara tan mía, que estás en la energía vital
del universo. Mi hija adorada.Mi hijita no perdida
y sin embargo siempre encontrada.
Larita hermosa, Lariña o Lariushka
porque así serían las formas. Serían?
Alguna vez.... nacen también las formas
amada mía, hijita, palabra hermosa
Lara, Larita, Lari, Lariushka
en la infinitud luminosa del amor,
pudiendo decirte sin que nada lo impida
Te amo, nos tenemos
tu mamá


Lara Maia    7 de Febrero de 1990 - 7 de Abril de 1990