miércoles, 27 de abril de 2011

Dos rostros por Gustavo Bedrossian

Corría y corría sobre la hierba mullida. El viento suave le golpeaba la cara, y lo sentía fresco. Los árboles aparecían delante de él y los esquivaba sin que la voluntad o la destreza jugaran ningún papel. Hacía una eternidad que lo venía persiguiendo, pero era inútil. Cuando intuía que estaba cerca de él, la sensación se esfumaba. A veces creía incluso distinguir una parte de su cuerpo; un brazo, su cabello negro. Por momentos se dejaba llevar por las huellas de sus pisadas, pero éstas desaparecían súbitamente, o se bifurcaban sin sentido.

Una sensación sinuosa lo sacaba del sueño. Era el ligero movimiento de la mano de la abuela sobre su hombrito que asomaba debajo de la frazada.
-¿Sabés, abuela? Lo soñé. Estaba seguro de que era él. Pero no lo podía ver. Trataba de alcanzarlo... pero se me escapaba.
Siguió un largo, difícil silencio, que la abuela hizo terminar con un abrazo desde atrás, y con un beso en la cabecita tibia. Se animó a hablar antes de que las lágrimas se le adelantaran a las palabras y ya le fuera imposible hacerlo.
-A levantarse, que se hace tarde. Ya está la leche preparada y la ropa calentita al lado de la estufa.

Los colores se sucedían como ventanas de gelatina. El fondo del mar era un escenario fosforescente que replicaba al bosque de otros sueños, con recovecos que lo convertían en un desesperante laberinto. Se deslizaba por el agua y sentía el contacto de otros peces que rozaban su cuerpo en sentido contrario a su movimiento, sin que los pudiera ver. Tenía que seguir un rastro difuso que se diluía con cada burbuja, con cada minúscula corriente de líquido. Lo sabía azul, pero al alcanzarlo, ya no era azul, y sólo atinaba a decirle: disculpe. Entendía que ahora era anaranjado, y cuando su pequeña aleta lo tocaba en el hombro y él se daba vuelta, el rostro desconocido lo dejaba con ánimo sólo para decir nuevamente: disculpe, me equivoqué. Y así, continuamente, eternamente, inútilmente.

La mano tibia de la abuela sobre su frente lo trajo con delicadeza hacia la realidad matinal. Ella reconoció en sus ojos el desasosiego de esos despertares y esperó sosteniéndole la mirada.
-Lo soñé, abuela, lo soñé de nuevo. Pero no sé si lo soñé.
-¿Cómo es eso?
-Sí, lo soñé, yo sabía que estaba ahí, cerca. Pero en realidad no lo vi. De nuevo yo lo seguía, en el fondo del mar, pero él... no se daba cuenta... y yo...
Como resignado, esta vez se levantó y solito se fue a cambiar.

Las montañas, desde lo alto, se veían como un inmenso bloque de hielo. Cada tanto creía divisar un punto que se movía en zig-zag allá abajo. Inclinaba sus alas para dirigirse hacia él en abrupta trayectoria recta. Y comenzaba a volar en círculos alrededor, procurando distinguir los rasgos de su rostro. Una y otra vez sus deseos se frustraban al reconocer facciones desconocidas.

Se despertó solo, unos minutos antes de que la abuela viniera a llamarlo. Ella se sorprendió al encontrarlo con los ojos abiertos.
-¿Qué te pasa?
-Nada.
-¿Lo volviste a soñar?
La pregunta no tuvo respuesta en palabras. El niño se sentó en la cama con las piernas flexionadas y escondió el llanto en sus manitos abiertas.
-Es que no me acuerdo de la cara, abuela... No me puedo acordar de la cara...-se alcanzó a entender.
Ella le despegó con esfuerzo los dedos del rostro, y lo atrajo hacia sí. El chico se desarmó entre sus brazos y lloró. Lloró con esa amargura que se siente una sola vez en la vida. Sin que la razón pueda aportar ningún atenuante, ninguna esperanza.
La abuela lo apretaba contra ella, impotente. No tenía palabras ni argumentos para aliviarlo. A diferencia del  nieto, su llanto era mudo, ahogado. Sólo pensaba en cuánto más dolor podía ella soportar.
Abrazados se recostaron y se quedaron como dormidos. Por cierto no lo estaban. Había pasado el tiempo para ir a la escuela, aunque eso no tenía ninguna importancia. Disfrutaron del adormecimiento que engendran las lágrimas, cuando nada ha cambiado, y sin embargo se puede flotar en esa nada experimentando algo parecido al placer.

A la mañana siguiente, en el momento de despertarlo, la abuela se asomó sobre el rostro del nieto y advirtió un vestigio de sonrisa delineado en él. Tan imperceptible y sutil como el efecto de una acuarela que nos cuenta sobre algo muy lejano y antiguo. Venido del remoto entramado del mundo de los sueños para sosegar a ese pequeño espíritu, que demasiado pronto había conocido los caminos del dolor. Y estuvo segura de que, por fin, en ese mundo donde todo es posible, el niño había dado con el rostro buscado del padre.


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