lunes, 3 de octubre de 2011

¿Qué significa escribir?

Existe en la naturaleza humana una capacidad  tal es la de que nos expresemos a nosotros mismos, a nuestras ideas, a nuestras creencias, a nuestros sentimientos y a nuestros deseos.
Lo hacemos creando paisajes sonoros, que algunos buscamos desarrollar a través de la palabra y de las letras.
Es una experiencia singular, puesto que cada uno de nosotros, mira al mundo con la mirada filtrándose a través de cristales, que van variando de acuerdo a nuestras historias, nuestros estados anímicos, nuestra cultura y también nuestra inspiración.
De manera que escribir, crear historias, tiene para cada uno un significado diferente, siendo todos válidos.
Escribir, es ponerse en contacto con uno mismo. Con sus pasiones y con sus ideales. Es buscar la manera de dar música a nuestras imágenes.
La música se constituye a través de la articulación de los sonidos que elegimos para llamar a las cosas. Ponerles un nombre.
Existe una necesidad de dejar salir una parte de nuestra intimidad.
Surcamos nuestra mente y buscamos no sólo lo que decir, sino el modo en el que lo vamos a hacer.
Ponemos tono y ritmo a nuestras ideas.
Cuando nos proponemos escribir, ingresamos a los laberintos del ensayo y el error.
Todos los que escribimos, tachamos y borramos. Anotamos ideas que surgen como montañas, en las servilletas nobles de algún café.
Tratamos de atrapar sueños y ejercitamos nuestra habilidad con horas y horas de trabajo.  Horas de lectura, de pensar, de escribir y escribir torres y cataratas de palabras que puedan dar el sentido preciso a lo que queremos transmitir.
La escritura, es un arte. También es una aventura llena de sorpresas. Porque a través de ella, nos descubrimos a nosotros mismos.
Nos fascinamos  quedando prendados por placer o por horror de lo que ignoramos que somos capaces de expresar.                 
                                                  

La escritura sale de los mapas y esquemas mentales. Antes de acabar de escribir unas cuantas líneas, empiezan a aparecer nuevos caminos y senderos inesperados; imposible resistir a la tentación de viajar por alguno de ellos. Muchas veces la ruta que buscábamos se encuentra en uno de esos desvíos.

Mientras escribimos, a veces sucede que se nos revela una idea brillante, como si alguna voz nos la hubiera dictado o como si alguien nos estuviera llevando de la mano.

La escritura es juego pero no es azar. Tiene la virtud de un experimento y la magia del acto.

Cynthia Grinfeld
Coach Profesional –Especialista en Creatividad e Inteligencia Emocional
Facilitadora del desarrollo personal
Escritora

jueves, 7 de julio de 2011

Alianza por Gustavo Bedrossian

La escuché por años decir que no sabía qué le había visto. Su mejor argumento era que sólo necesitaba rajarse de la casa, donde se sentía agobiada por una madre viuda y posesiva.

Le llevó años -de vida y de terapia- reconocer que, si bien necesitaba a alguien para casarse y poder irse, por alguna razón lo había elegido a él. A él y no a otro.
Trató de quererlo, pero no pudo. Trató de armar una familia, un proyecto, una vida. Llegaron dos hijos, hermosos, afectuosos. Pero incluso esto le resultó insuficiente.
Él -en cambio- vio en ella la posibilidad de cambiar su historia. Una historia hecha de abandono, pobreza y privaciones. De infancia sin regalos, ni cumpleaños, ni navidades.
Se conocieron en Exactas a mediados de los setenta, y se casaron, sin ser conscientes de los por qué de cada uno.
No sé cómo habrá sido para el resto de los que los conocimos. Yo siempre tuve la impresión de que sus vidas habían encajado circunstancialmente. Que la cosa no duraría. Me imaginaba que eran como dos personas que coinciden en un vuelo a un destino lejano, que pasan muchas horas juntas, hablan, se cuentan cosas íntimas, se confiesan, se aconsejan. Y después, bajan del avión y no se ven nunca más. Esa experiencia no los convierte más que en fugaces compañeros de ruta.
Pero ocurre (muchas veces ocurre) que las cosas provisorias y temporarias, se convierten en permanentes y definitivas.



Pasaban los años, y seguían juntos. Peleaban. Peleaban mucho. Y trataban de reconciliarse. Hasta que llegó el día en que ella decidió dejarlo. Fue, sin dudas, después de una discusión. Que tal vez no haya sido ni la más amarga, ni la más fuerte. Ni la más violenta, ni la más hiriente. Simplemente habrá sido una discusión más. A los hechos tratamos de reconstruirlos entre todos los que estábamos en sus vidas, de alguna manera o de otra. Después de la pelea, él se fue a dormir. Era domingo a la tarde temprano. Ella juntó algunas cosas en un bolso sin que él se despertara. Y en el momento de salir de la casa decidió dejar las alianzas, que tenían grabados sus nombres y una fecha que nadie (excepto ellos) sabía qué representaba. Al apoyarlas sobre la mesa de luz de él, involuntariamente lo despertó. Él le preguntó qué hacía y, al comprender, se levantó de la cama y en el último de sus ataques de furia tomó el velador con violencia y comenzó a sacudirse. Ella no entendió qué ocurría, ni pudo ver que la pata de la pesada cama de algarrobo había aplastado el cable hasta destruir la cubierta. Sólo atinó a aferrarlo de los brazos.
Nadie podría aseverar con certeza cuál de los dos corazones dejó de latir primero a causa de la electrocución. No sé bien por qué, pero yo prefiero pensar que fueron los dos al mismo tiempo.

martes, 31 de mayo de 2011

Te regalo un cuento por Jorge Gonzalvo Díaz

Te regalo un cuento. Podía haber sido un paseo por el parque o una canción a medio hacer. Un capuccino en tu plaza favorita o un truco de magia sin ensayar apenitas. 
Pero no. Quería que fuera un cuento. No para después de hacer el amor ni para que nos echemos de menos. No para que suene el Adaggieto de la quinta de Mahler, ni nada por el estilo. Te regalo un cuento para que puedas hacerlo tuyo dibujándole una narizota, para que lo compartas con tu vecina de escalera o con tu gato. Para que elijas la banda sonora que te apetece que suene de fondo mientras lo lees. 
Yo tengo mis canciones para escribirte. Tú las tuyas para leerme.
Te regalo un cuento para que puedas llevarlo contigo, dobladito en el bolso, o entre las páginas de un libro de Benedetti. Para que cuando te enfades conmigo puedas estrujarlo y hacer con él una pelota de papel, arrojarlo por la ventana y mirar complacida cómo lo atropella un autobús. Para que lo fotocopies mil veces y le entregues una copia a quien más te apetezca. Para que envuelvas con él una manzana o para colgarlo en tu pared. Para que le claves alfileres los días en los que me matarías. O para apuntar encima del título el teléfono de tu banco.
Te regalo un cuento improvisado. De esos que empiezas a escribir sin pensar y que no sabes cuándo acaban. Te regalo esta noche y todas las demás. Te ofrezco mi sonrisa non stop, sin conservantes ni colorantes. Aun a riesgo de poder ser acusado de alevosía y nocturnidad, aunque puedan encontrarse muchos más agravantes.
Te dejo abierta la ventana para que te cueles, para que me espíes esta noche. Para que me veas sin que te vea. Para que me cuides un poco sin que yo lo sepa.
Te regalo una idea. El concepto más hermoso de complicidad, un escenario vacío en el que buscar la manera de encontrarse. Te regalo un cuento que habla de amigos y de sueños, de noches de verano pegajosas, de mí mismo mientras me imagino tu cuarto desde lo alto del cielo antes de lanzarme en picado sobre tu almohada. De kamikazes que se estrellan en tus brazos y que no vuelven a despegar, ni falta que les hace. 
Te regalo el kit completo de cariño, el maletín mágico con el que jugabas de niña a maquillar muñecas y cocinar guisos de plastilina mientras yo fabricaba dinamita con el Quimicefa. 
Te regalo un cuento indeterminado sin pies ni cabeza, sin trama ni desenlace final, sin argumentos y sin actores de reparto. Sin moraleja. Y si la tiene, que sólo tú la conozcas.
Lo único que necesitas es apagar la luz, cerrar los ojos y la puerta de tu habitación, no necesariamente en ese orden. Dejar que te lea al oído, olvidarte de las facturas y del telediario. Quererme un poco más que hace cinco minutos y hacérmelo saber, de alguna manera. 
Te regalo un deseo. Llenarte de unas ganas locas de reír y de que salgas corriendo en busca de una diadema bonita para el pelo. Que necesites llamarme y te encuentres pidiéndome que apague la luz, que cierre mi puerta y entonces, empieces a leer el mismo cuento que estás leyendo ahora. Y ojalá no podamos dejar de llamarnos cada noche, para contarnos el mismo cuento. Toda una vida.
Un cuento para llevarte de viaje y para leerle a tus hijos y a los míos, a tus nietos y a mi abuela. A las calles y a los parques.
Te regalo un cuento sin papel de colores ni un "espero que te guste". Sin aplicar el IVA y sin descuento por pronto pago. Un cuento que habla de ti y de mí, que pueda leerse cualquier día del año, a cualquier hora, sea cual sea tu estado de ánimo o tu sabor favorito de helado.
Te regalo este cuento. 

martes, 24 de mayo de 2011

Refugio por Gustavo Bedrossian

Al entrar a casa me hubieran dado ganas -como en las películas- de cerrar la puerta y apoyarme de espaldas sobre ella. Dejé las llaves sobre la mesa, me saqué los zapatos (antes que la campera) y encendí la estufa. Descalzo, fui al baño y abrí la canilla del agua caliente, y esperé. Esperé a que asomase y coloqué mis manos bajo el chorro, y esperé también al placer, que no tardó en llegar. Me lavé la cara y no me atreví a mirarme en el espejo cuando me secaba. Fui a la cocina y puse a hervir agua para un té. Nunca tomo té. Pero tampoco nunca había hecho lo que me tocó hacer esa noche. Tal vez el futuro, mi futuro, pudiera estar hecho de cosas distintas, de cosas que nunca. Tomé un saquito del único tipo de té que había en el frasco. Y puse en la taza el agua primero, como de pronto recordé que decía siempre ella, para que las hojitas de té no se quemen, y luego el saquito. Observé y esperé hasta que éste se hundiera en el agua caliente, y lo agité. No me acordaba de si me gustaría con azúcar o no. ¿Cuándo había sido la última vez que había tomado uno? Le puse un poco de azúcar, por las dudas un poco. Y rodeé la taza con las manos para que se me calentasen.No supe hacia dónde mirar y mientas tanto me di cuenta de la extraña sensación que sentía en mis pies descalzos a través de las medias que me separaban de las baldosas frías de la cocina. ¿Era frío? ¿Era calor? Busqué la calidez del parquet del living. Y no me decidía a sentarme. Me encontré dudando sobre qué sillón elegir. Me desplomé sobre el más cercano y me hundí en él. Me hundí también en el calor de la estufa que empezaba a sentirse. Me hundí en mi nostalgia. Me hundí. Y no temí no encontrar el fondo. Sabía que en algún lugar estaría y comenzaría el camino de vuelta. Hoy era tiempo de llorar quizás. Y por primera vez no tuve miedo de hacerlo. No tuve miedo. El miedo es para quien siente que tiene algo para perder. Estaba claro para mí que no era mi caso. Hoy era tiempo de hundirse. De entregarse al dolor. Y de esperar la inflexión. De esperar que del núcleo de mis células comenzaran a partir las instrucciones para volver, para salir. Veía mi tiempo como la proximidad a un equinoccio de invierno, cuando nos acercamos a la noche más larga y fría del año, pero sabemos que a partir de ese punto todo cambiará.

domingo, 1 de mayo de 2011

El túnel (fragmento) Ernesto Sábato 24/06/1911-30/04/2011

Fué una espera interminable. No sé cuanto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fué una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados.
(...)
A veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad.
(...)
Yo no decía nada. Hermosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca. -Nunca más, nunca más- pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo. 
"

                                

sábado, 30 de abril de 2011

CÓMO ME VAS A EXPLICAR... Pedro Salinas

¿Cómo me vas a explicar,


di, la dicha de esta tarde,


si no sabemos por qué
fue, ni cómo, ni de qué ha sido,
si es pura dicha de nada?
En nuestros ojos visiones,
visiones y no miradas,
no percibían tamaños, 
datos, colores, distancias.
De tan desprendidamente
como estaba yo y me estabas
mirando, más que mirando,
mis miradas te soñaban,
y me soñaban las tuyas.
Palabras sueltas, palabras,
deleite en incoherencias,
no eran ya signo de cosas,
eran voces puras, voces
de su servir olvidadas.
¡Cómo vagaron sin rumbo,
y sin torpeza las caricias!
Largos goces iniciados,
caricias no terminadas,
como si aun no se supiera
en qué lugar de los cuerpos
el acariciar se acaba,
y anduviéramos buscándolo,
en lento encanto, sin ansia.
Las manos, no era tocar
lo que hacían en nosotros,
era descubrir; los tactos
nuestros cuerpos inventaban,
allí en plena luz, tan claros
como en la plena tiniebla,
en donde sólo ellos pueden
ver los cuerpos,
con las ardorosas palmas.
Y de estas nadas se ha ido
fabricando, indestructible,
nuestra dicha, nuestro amor,
nuestra tarde.
Por eso no fue nada,
sé que esta noche reclinas 
lo mismo que una mejilla
sobre este blancor de plumas
-almohada que ha sido alas-
tu ser, tu memoria, todo,
y que todo te descansa,
sobre una tarde de dos,
que no es nada, nada, nada. 
Pedro Salinas

viernes, 29 de abril de 2011

"El mechón de cabello" del autor italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375).

Pero el amor, como muchas veces vemos, cuando tiene menos esperanza suele aumentar, y así le sucedía al pobre palafrenero, que hallaba insoportable mantener su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayudaba. Y muchas veces, no logrando librarse de su amor, pensó en morir. Y, reflexionando cómo lograrlo, decidió que fuese de tal manera que se notara que moría por el amor que había puesto y profesaba a la reina, y se propuso que fuera de manera que la fortuna le diese la posibilidad de obtener, totalmente o en parte, la satisfacción de su anhelo. 

 
Agilulfo, monarca de los longobardos, estableció en Paria, ciudad de Lombardía, la base de su soberanía. Como sus antecesores, cogió por mujer a Tendelinga, viuda de Autari, también soberano de los longobardos. La señora era hermosísima, prudente y honrada, pero desafortunada en afectos. Y, yendo muy bien las cosas de los longobardos por la virtud y la razón de Agilulfo, aconteció que un palafrenero de la nombrada reina, hombre de muy ruin condición por su nacimiento, pero superior en su oficio, y arrogante en su persona, se enamoró intensamente de la reina, y como su baja condición no le impedía advertir que aquel amor escapaba a toda conveniencia, a nadie se lo declaró, ni siquiera a ella con su mirada.
Y sin esperanza alguna siguió viviendo. Pero se jactaba consigo mismo de haber puesto sus pensamientos en tan alto lugar y, ardiendo en amoroso calor, se dedicaba a hacer mejor que sus compañeros lo que a su reina pudiese complacer. Por esto, cuando la reina deseaba cabalgar, prefería de entre todos al palafrén, lo que él tenía como un privilegio, y no se apartaba de ella, juzgándose afortunado algunas veces si podía rozarle los vestidos. 
No deseó manifestar nada a la reina, ni expresole su amor escribiéndole, ya que sabía que era infructuoso hablar o escribir, mas resolvió ensayar si era posible, por ingenio, con ella acostarse. Mas no veía otro medio ni recurso que hacerse pasar por el rey, el cual no dormía con la reina de continuo.
Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre averiguar en qué forma y hábito iba allá el rey. Y así muchas veces, durante la noche, se escondió en una gran sala del real palacio a la que daban los aposentos de la reina y del rey. Y una noche vio a Agilulfo salir de su cámara envuelto en un gran manto, en una mano una antorcha encendida y en la otra una varita, y en llegando a la puerta de la reina, sin nada decir, golpeó la madera con la vara una vez o dos, y abriose la puerta y quitáronle la antorcha de la mano. 
Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él debía hacer otro tanto, y mandó que le aderezasen un manto semejante al del rey, y, provisto de una antorcha y una vara, una noche, tras lavarse bien en un baño para que la reina no advirtiese el olor del estiércol y con él el engaño, en la sala, como solía, se escondió. 
Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de conseguir su deseo, o, con alta razón, la muerte que arrostraba, y, haciendo con la yesca y eslabón que llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y, envuelto en el manto, se acercó al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió la puerta una soñolienta camarera, que le retiró y apartó la luz y él, sin decir nada, traspasó la cortina, quitose la capa y acostose donde la reina dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y, fingiéndose conturbado por saber que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir ni que le dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche. Apesadumbrábale partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, púsose el manto, empuñó la luz y, sin nada hablar, se fue y volviose a su lecho tan presto como pudo.
Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el lecho y alegremente saludándola, ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su marido, dijo:
-Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? Ha instantes que os partisteis de mí y más que de costumbre os habéis refocilado conmigo, ¿y tan pronto volvéis? Mirad lo que hacéis.
Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había sido engañada por alguna similitud de persona y costumbres, pero como discreto, en el acto pensó que, pues la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía más no hacérselo comprender, lo que muchos necios no hubiesen hecho, sino que habrían dicho: "Yo no fui. ¿Quién fue ¿Cómo se fue y cómo vino?" De lo que habrían difamado muchas cosas con las cuales hubiera a la inocente mujer contristado, y aun quizás héchole venir en deseo el volver a desear lo que ya había sentido. Y lo que, callándolo, ninguna afrenta le podía inferir, hubiera, de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más turbado en su ánimo que en su semblante y palabras:
-¿No os parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y tornar luego?
-Sí, mi señor, pero, con todo, ruégoos que miréis por vuestra salud.
Entonces dijo el rey:
-A mí me place seguir vuestro consejo y, por tanto, sin más molestia daros, me vuelvo. 
Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante por lo que ya sabía que le habían hecho, tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con sigilo encontrar al que tan feo recado le hiciera, imaginando que debía ser alguien de la casa y que no había podido salir de ella. Y así, encendiendo una lucecita en una linternilla, se fue a una muy larga casa que había en su palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos sus sirvientes en distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la mujer decía no le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente afán, con cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a todos les fue tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza. 
Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina, por lo cual, viendo venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer mucho, en términos que a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron más, por albergar la firme creencia de que, si el rey algo notaba, le haría morir.

Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando que el rey iba sin armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconteciese. 

Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese encontrar al culpable, llegose al palafrenero, y observando cuán fuerte le latía el corazón, se dijo: "Éste es". Pero como no quería que nadie se percatase de lo que pensaba hacer, se contentó, usando unas tijeras que llevaba, con tonsurar al hombre parte de los cabellos, que entonces se llevaban muy largos, a fin de poderle reconocer al siguiente día; y, esto hecho, volviose a su cámara.
El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso, comprendió por qué le habían señalado así y, sin esperar a más, se levantó y, buscando un par de tijeras que había en el establo para el servicio de los caballos, a todos los que allí yacían, andando sin ruido, les cortó parte del cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió a dormir.
El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que las puertas del palacio se abriesen, se le presentase toda la servidumbre, y así se hizo. Y estando todos ante él con la cabeza descubierta, y viendo a casi todos con el cabello de análogo modo cortado, se maravilló y dijo para sí: "El que ando buscando, aunque sea de baja condición, muestra da de tener mucho sentido". Y, reconociendo que no podía, sin escándalo, descubrir al que buscaba, y no queriendo por pequeña venganza sufrir gran afrenta, resolvió con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las cosas ocurridas y, vuelto a todos, dijo:
-Quien lo hizo, no lo haga más, e id con Dios.
Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos e insistirlos, y así habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al descubrirlo, aunque tomase entera venganza, habría aumentado su afrenta y empeñado la honestidad de su mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y largamente trataron entre sí de lo que el rey había querido significar, pero nadie entendió nada, salvo aquel que tenía motivos para ello. El cual, como discreto, nunca, mientras vivió el rey, esclareció el caso, ni nunca más su vida con tan expuesto acto confió a la Fortuna
                                                               .

miércoles, 27 de abril de 2011

Dos rostros por Gustavo Bedrossian

Corría y corría sobre la hierba mullida. El viento suave le golpeaba la cara, y lo sentía fresco. Los árboles aparecían delante de él y los esquivaba sin que la voluntad o la destreza jugaran ningún papel. Hacía una eternidad que lo venía persiguiendo, pero era inútil. Cuando intuía que estaba cerca de él, la sensación se esfumaba. A veces creía incluso distinguir una parte de su cuerpo; un brazo, su cabello negro. Por momentos se dejaba llevar por las huellas de sus pisadas, pero éstas desaparecían súbitamente, o se bifurcaban sin sentido.

Una sensación sinuosa lo sacaba del sueño. Era el ligero movimiento de la mano de la abuela sobre su hombrito que asomaba debajo de la frazada.
-¿Sabés, abuela? Lo soñé. Estaba seguro de que era él. Pero no lo podía ver. Trataba de alcanzarlo... pero se me escapaba.
Siguió un largo, difícil silencio, que la abuela hizo terminar con un abrazo desde atrás, y con un beso en la cabecita tibia. Se animó a hablar antes de que las lágrimas se le adelantaran a las palabras y ya le fuera imposible hacerlo.
-A levantarse, que se hace tarde. Ya está la leche preparada y la ropa calentita al lado de la estufa.

Los colores se sucedían como ventanas de gelatina. El fondo del mar era un escenario fosforescente que replicaba al bosque de otros sueños, con recovecos que lo convertían en un desesperante laberinto. Se deslizaba por el agua y sentía el contacto de otros peces que rozaban su cuerpo en sentido contrario a su movimiento, sin que los pudiera ver. Tenía que seguir un rastro difuso que se diluía con cada burbuja, con cada minúscula corriente de líquido. Lo sabía azul, pero al alcanzarlo, ya no era azul, y sólo atinaba a decirle: disculpe. Entendía que ahora era anaranjado, y cuando su pequeña aleta lo tocaba en el hombro y él se daba vuelta, el rostro desconocido lo dejaba con ánimo sólo para decir nuevamente: disculpe, me equivoqué. Y así, continuamente, eternamente, inútilmente.

La mano tibia de la abuela sobre su frente lo trajo con delicadeza hacia la realidad matinal. Ella reconoció en sus ojos el desasosiego de esos despertares y esperó sosteniéndole la mirada.
-Lo soñé, abuela, lo soñé de nuevo. Pero no sé si lo soñé.
-¿Cómo es eso?
-Sí, lo soñé, yo sabía que estaba ahí, cerca. Pero en realidad no lo vi. De nuevo yo lo seguía, en el fondo del mar, pero él... no se daba cuenta... y yo...
Como resignado, esta vez se levantó y solito se fue a cambiar.

Las montañas, desde lo alto, se veían como un inmenso bloque de hielo. Cada tanto creía divisar un punto que se movía en zig-zag allá abajo. Inclinaba sus alas para dirigirse hacia él en abrupta trayectoria recta. Y comenzaba a volar en círculos alrededor, procurando distinguir los rasgos de su rostro. Una y otra vez sus deseos se frustraban al reconocer facciones desconocidas.

Se despertó solo, unos minutos antes de que la abuela viniera a llamarlo. Ella se sorprendió al encontrarlo con los ojos abiertos.
-¿Qué te pasa?
-Nada.
-¿Lo volviste a soñar?
La pregunta no tuvo respuesta en palabras. El niño se sentó en la cama con las piernas flexionadas y escondió el llanto en sus manitos abiertas.
-Es que no me acuerdo de la cara, abuela... No me puedo acordar de la cara...-se alcanzó a entender.
Ella le despegó con esfuerzo los dedos del rostro, y lo atrajo hacia sí. El chico se desarmó entre sus brazos y lloró. Lloró con esa amargura que se siente una sola vez en la vida. Sin que la razón pueda aportar ningún atenuante, ninguna esperanza.
La abuela lo apretaba contra ella, impotente. No tenía palabras ni argumentos para aliviarlo. A diferencia del  nieto, su llanto era mudo, ahogado. Sólo pensaba en cuánto más dolor podía ella soportar.
Abrazados se recostaron y se quedaron como dormidos. Por cierto no lo estaban. Había pasado el tiempo para ir a la escuela, aunque eso no tenía ninguna importancia. Disfrutaron del adormecimiento que engendran las lágrimas, cuando nada ha cambiado, y sin embargo se puede flotar en esa nada experimentando algo parecido al placer.

A la mañana siguiente, en el momento de despertarlo, la abuela se asomó sobre el rostro del nieto y advirtió un vestigio de sonrisa delineado en él. Tan imperceptible y sutil como el efecto de una acuarela que nos cuenta sobre algo muy lejano y antiguo. Venido del remoto entramado del mundo de los sueños para sosegar a ese pequeño espíritu, que demasiado pronto había conocido los caminos del dolor. Y estuvo segura de que, por fin, en ese mundo donde todo es posible, el niño había dado con el rostro buscado del padre.


lunes, 11 de abril de 2011

Mañana es la única utopía

Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo... 
¡Qué importa eso!.
Tengo la edad que quiero y siento.
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la
convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo!.
No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: Eres muy joven, no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa  de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras en un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas... valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!.
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!.
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento. 

                               
 José Saramago 
                      Premio Nobel Literatura 1998.

sábado, 9 de abril de 2011

Velocidad por Daiana Olivarez

Salí de mi casa, no caminando sino a un paso veloz, 
rezando para que el supermercado no cerrara.
Me llevé por delante una columna; podría decir que no sólo
 vi las estrellas; también pude ver Marte y Júpiter. 
Nadie me socorrió. 
Me levanté lentamente. Me sentía bastante mareada; la gente creía 
que estaba borracha o que estaba alucinando.
Con un paso bastante lento llegué al supermercado.
Se  encontraba cerrado. ¡Claro  había pasado una hora desde 
mi torpe accidente!  .
No solo seguía aturdida, también había descubierto que no 
llevaba mi celular encima.
Me quedé sentada en una esquina que afortunadamente 
tenía un banquito limpio y pude descansar  hasta reponerme.
Me quedé quieta como una momia y comencé a ver la calle; observé a la gente. Me sorprendí por   la gran velocidad a la que pasan .
Me sorprendí al ver la falta de respeto hacia el que esta al lado. 
Me sigo sorprendiendo del odio con el que se tratan unos a otros.
Recuerdo que en ese momento mi cabeza no entendía que sucedía 
¿Qué nos pasa? ,
¿Hay algo que no está bien? , me pregunté varias veces.
Mientras se me paría la cabeza trataba de comprender qué acontecía 
enfrente de mis ojos.
Lo que me ha quedado en claro, es que la gente nunca se dio cuenta 
de que yo, una persona, me acababa de lastimar. 
                                        
Nadie miró hacia el costado.
Todos siguieron su camino.
Sus ojos eran ciegos.
Al llegar a mi casa encontré a todos preocupados, pues no sabían de mí. 
Lo único que les dije fue: Estoy bien! No se preocupen.
"Fui a dar una vuelta, intenté comprar las cosas que necesitaba pero no llegué", le dije a mi marido.
Tal vez en mis manos nada se vea, sin embargo lo que traigo de la calle 
es un darme cuenta de lo que significa la velocidad.
Nos llevamos las cosas por delante, nos lastimamos, nos dolemos, 
podemos incluso perder la vida.
Una vida valiosa pero al mismo tiempo  indiferente para otros, 
los ciegos que no ven.
                                                

Daiana Olivarez  06/04/2011

Hijita, palabra hermosa por Cynthia Grinfeld

                                                                   
Alguna vez he visto el cielo en los ojos
y los pétalos de rosa pálida en la piel.
Alguna vez, esta vez, he sentido a  un
teclado de letras, como a un piano.
Y hace veintiún años, alguna vez...
pude sostenerte y mimarte
decirte todas las palabras que
entre lágrimas y una tortura cruel
buscaban como el agua,
un recorrido para expresar amor.
Un camino que no acaba nunca
y que va sembrando recuerdos,
deseos vivos y una piadosa dulzura
que busca abrazarte y abrazarme.
Es la primera vez que puedo
sentir paz y dejar que mis lágrimas
sean las protagonistas de las caricias
para mi alma.
Es la primera vez, que puedo llorar de amor.
Llorar, escribir, tomar mi té y escuchar una balada
todo junto, y junto a vos mi amada hijijta
mi dulce Lara.
Lara tan mía, que estás en la energía vital
del universo. Mi hija adorada.Mi hijita no perdida
y sin embargo siempre encontrada.
Larita hermosa, Lariña o Lariushka
porque así serían las formas. Serían?
Alguna vez.... nacen también las formas
amada mía, hijita, palabra hermosa
Lara, Larita, Lari, Lariushka
en la infinitud luminosa del amor,
pudiendo decirte sin que nada lo impida
Te amo, nos tenemos
tu mamá


Lara Maia    7 de Febrero de 1990 - 7 de Abril de 1990
                             

domingo, 27 de marzo de 2011

De la sociedad de los poetas muertos

No dejes que termine el día sin haber crecido un poco, 
sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños 
No te dejes vencer por el desaliento. 
No permitas que nadie te quite el derecho a expresarte, 
que es casi un deber. 

No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario. 
No dejes de creer que las palabras 
y las poesías sí pueden cambiar el mundo. 

Pase lo que pase nuestra esencia está intacta. 
Somos seres llenos de pasión. 
La vida es desierto y oasis. 
Nos derriba, nos lastima, nos enseña, 
nos convierte en protagonistas de nuestra propia historia. 

Aunque el viento sople en contra, 
la poderosa obra continúa. 
Tú puedes aportar una estrofa. 
No dejes nunca de soñar, 
porque en sueños es libre el hombre. 

No caigas en el peor de los errores: 
el silencio. 
La mayoría vive en un silencio espantoso. 

No te resignes. Huye. 
"Emito mis alaridos por los techos de este mundo", 
dice el poeta. 

Valora la belleza de las cosas simples. 
Se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas 
pero no podemos remar en contra de nosotros mismos. 

Eso transforma la vida en un infierno. 
Disfruta del pánico que te provoca 
tener la vida por delante. 

Vívela intensamente, sin mediocridad. 
Piensa que en ti está el futuro 
y encara la tarea con orgullo y sin miedo. 

Aprende de quienes puedan enseñarte. 
Las experiencias de quienes nos precedieron 
de nuestros "poetas muertos", 
te ayudan a caminar por la vida. 

La sociedad de hoy somos nosotros. 
Los "poetas vivos". 
No permitas que la vida te pase a ti 
sin que la vivas... 

Walt Whitman