Avanzaba entusiasmado por el camino bordeado de árboles que le regalaban su sombra en el recodo de esa tarde estival. Silbaba imaginando la suavidad de las mejillas rosadas de su niña, que lo esperaba -sin saberlo ella- en su casa, a la entrada del bosque.
Casi corría por momentos. La fatiga lo hacía aminorar la marcha. Y percibirlo lo acicateaba para recuperar el paso veloz.
Saboreaba de antemano la frescura del hogar y del agua que su mujer, presta, le ofrecería al oírlo entrar.
Deseaba con toda su alma encontrar a la beba despierta, para arrancarle una sonrisa, para soplarle los ojitos, para jugar a alzarla y a bajarla.
Volver a jugar, jugar a volver a ser niño con su niña. Ser de a ratos padre-niño y niño-hombre.
Su horizonte era su hogar y nada más. Su meta estaba cerca.
Entró a la casa y se apropió del momento. No lo sabía, pero todo su presente cabía en ese momento. Inevitablemente, por ley de la vida, todo cambiaría algún día.
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