miércoles, 1 de diciembre de 2010

La visita por Gustavo Bedrossian

A partir de estas tres frases, nace la historia que sigue.
Andá a ver al padre Antonio
Salí, zapato
No entendiste nada

Viajaba en el Sarmiento después de muchos años.
Se sorprendió confundiendo el orden de las estaciones que separan a Once de Moreno. A algunas directamente no las recordaba. Cada tanto la fauna de vendedores la distraía de la ventanilla, pero finalmente siempre volvía a girar la cabeza hacia la derecha para retomar el viaje por esa línea imaginaria que se extendía al costado del tren. A veces creía reconocer alguna casa, que por milagro había tenido que conservarse, necesariamente, igual que hace veinte, treinta, cuarenta años. Otras veces, atrapaba su atención algún afiche que se repetía hasta al cansancio, uno al lado del otro por varios metros, en alguna casa abandonada o en la empalizada de alguna obra en construcción. Pasión tropical; hasta las 24 damas gratis. Tenga su casa propia, ya; Anahí es la solución. No pierda el año; Bachillerato oficial en Morón.
Llegando a Merlo, de pronto la sacó del letargo en el que no sabía que flotaba, la sucesión de avisos que decían: Problemas de salud; Andá a ver al Padre Antonio. Se sintió más tranquila. Tal vez por saberse cerca del destino. Tal vez por ver su nombre y sentir que se convertía en algo más real. Quién sabe.
Una amiga de la infancia, suya y del padre Antonio, le había dicho unos días antes:
-No seas tonta, ¿qué podés perder? Andá a verlo.
Y aquí estaba, en el Sarmiento, camino a la parroquia donde encontraría a su antiguo amigo. ¿Qué le contaría? ¿La verdad? ¿Cuál verdad? ¿Acaso no vamos todos a morir algún día? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Qué más da? ¿Cuánta gente hoy sana va a morir antes que ella, que tiene en el cajón de arriba de la cómoda una sentencia de muerte?
En el asiento de enfrente había una parejita de unos quince años. Quince años cada uno, pensó. Entre los dos, sumados, vivieron menos que yo. En realidad, ella había vivido casi el doble que eso. Le encantaba seguir con el rabillo del ojo y con los tímpanos medio dormidos la charla de los chicos, plagada de malas palabras cariñosas, como es común a esa edad. El pibe le dijo algo al oído a la noviecita, a lo que la chica le contestó: -Salí, zapato -a la vez que lo alejaba con un empujón que terminó en risotadas de los dos. 

Ella se encontró riéndose también a carcajadas en silencio, como si tuviera la boca justo a la salida de los pulmones, y nadie pudiera verla ni escucharla.
Se bajó en Moreno, y se sintió un poco asustada. Sería fácil adjudicárselo al ambiente áspero del conurbano. Pero no podría saberse si era eso o la expectativa por encontrarse con Antonio. ¿Cómo estaría? ¿Se acordaría de ella?
Sacó el papelito con la dirección y se lo quedó en la mano. Más o menos se fue ubicando y luego de unos veinte minutos llegó a la parroquia.
Pidió hablar con el padre Antonio, y le dijeron que pasara a un patio. 

Allí había una fila con unas pocas personas esperando, sentadas en bancos largos apoyados contra una pared. Cuando llegó su turno, la asistente del Padre la hizo pasar y le hizo ademán de que se sentara delante del escritorio de él, quien se mantenía con la cabeza gacha, con la mirada perdida sobre las hojas de un cuaderno abierto sobre el escritorio. Como en un mecanismo de relojería, cuando la asistente se retiró y se sintió el ruido de cierre del picaporte, el padre Antonio levantó la cabeza y miró a Mariana a la cara. Pasaron varios segundos. La mirada de él parecía estar desprovista de todo sentimiento, aunque hubiera una serenidad y una dulzura tácitas, implícitas en sus facciones.
De repente, su semblante cambió. Sus ojos tomaron brillo. Se levantó y rodeó el escritorio para alcanzar a su amiga. Le extendió las manos para que ella las tomara y se levantase de la silla, y luego la abrazó.
Así quedaron un rato, sin hablar. Ella luego se sentó y él se puso en cuclillas para no soltarle las manos.
Después de las primeras palabras intercambiadas, él preguntó frontalmente: -¿Qué te trae por acá?
Y ella no tuvo dudas en contestar: -Nada en particular. Sólo que vine a Moreno a visitar a unos conocidos y me quise hacer un tiempo para verte.
No le pesó mentir. Él le besó las manos y se puso de pie.
Mariana también se paró y le dijo: -Te están esperando. No quiero demorarte. Gracias.
Y con la congoja instalada en la garganta se dio media vuelta para dirigirse a la puerta de salida. Antes de que la abriera, el padre Antonio le preguntó: -¿Qué creés que debe ser lo peor de la muerte? Ella lo pensó un poco, y casi para sus adentros, dejó saber: -Que suceda, y que tengas la sensación de que de la vida no entendiste nada.
-Y, cuando ocurra, ¿sería ése tu caso? -repreguntó el Padre.
Ella miró hacia afuera, y al cabo de un segundo contestó segura: -No.
Y salió al patio, y luego a la calle, sabiendo que no era la misma que antes de entrar.

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